Las fresas y las uvas: la división sexual del trabajo- NURIA VARELA
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Lo que ocurre entre el poder y la autoridad es similar a lo que ocurre entre el trabajo y el prestigio. Históricamente, ni la autoridad ni el prestigio se infieren únicamente del poder o el trabajo de cada persona, el sexo es lo determinante. “El hombre puede cocinar, tejer o vestir muñecas (…) pero si esas actividades se consideran como ocupaciones apropiadas para el hombre, entonces la sociedad entera las ve como algo importante. Cuando las mismas ocupaciones están realizadas por mujeres, son consideradas menos importantes”. Son palabras de la antropóloga Margaret Mead quien pasó varios años de su vida estudiando diferentes grupos étnicos de Nueva Guinea y Samoa. La pionera norteamericana llegó a la conclusión de que “lo femenino” no se definía tanto por una serie de características que se adscribían a las mujeres, ni de unas actividades que ellas pudieran desarrollar mejor, sino de una infravaloración que teñía siempre lo que las mujeres fueran o hicieran. Así es. Ellas son cocineras, ellos son chef; ellas son modistas, ellos son diseñadores o modistos de alta costura; ellas son azafatas, ellos, auxiliares de vuelo…
La introducción de la categoría género ha revelado la insuficiencia de los cuerpos teóricos de las ciencias sociales por su incapacidad para ofrecer, no ya una explicación, sino ni siquiera un tratamiento adecuado a la desigualdad social entre mujeres y hombres. Así, el objetivo de la economía feminista es hacer visible lo que tradicionalmente la economía ha mantenido oculto: el trabajo familiar doméstico y sus relaciones, con lo que ha constituido su objeto de estudio, la producción y el intercambio mercantil. La división sexual del trabajo no sólo diferencia las tareas que hacen hombres o mujeres, además, confiere o quita prestigio a esas tareas y también crea desigualdades en las recompensas económicas que se obtienen.
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