
Astica
es un pueblito que está aproximadamente a 200 km al Noreste de la
ciudad de San Juan, cerca de Chilecito, La Rioja. Tiene
alrededor de 600 habitantes, una escuela, algunos maestros, una iglesia sin
cura fijo, unos policías y un sol que azota 340 días al año.
Hay
una historia que se eterniza en el bautizo de sus cerros con los apellidos de
los habitantes: Chávez, Elizondo, Riveros. Son más los cerros, en realidad, que
las familias, que han ido entrecruzándose una y otra vez hasta llegar a ser
casi una sola.
Allí
fui, la semana pasada, integrando un colectivo
de 50 personas, con la intención de dar una capacitación general acerca de la
relación que hay entre la educación y el trabajo. La realidad encontrada hizo
que la tarea excediera el propósito.
La
población de Astica está conformada por viejos, niños, y una juventud
adolescente desesperanzada. No hay adultos, prácticamente.
No
hay fuentes de trabajo. Sólo los docentes y los vigilantes saben que tienen sus
sueldos cada mes. Los demás, gozan de unos pocos planes sociales o hacen
changas entre cabras y olivos
Esta
fue la instantánea que encontramos al
llegar a Astica.
Puestos
en situación, arrancamos.
Soy
odontóloga. Revisé todas las bocas. Curé algunas. Di calmantes, antibióticos y
consejos, no sólo del cuidado de los dientes. Las circunstancias me fueron
llevando a charlar de todo.
Un
grupo de alumnos que tienen entre 13 y 17 años, hicieron sus planteos. Hablaron
de sus pocas expectativas, de su relación con el alcohol, con el amor y con la
muerte.
Tienen
al suicidio “por amor” como posibilidad cierta, y lo dicen con naturalidad.
“Tomo
para olvidar”, me descerrajó un pibe de 16 años. ¡Qué frase tan impresionante
para un chico!
Cada
uno, sí, tiene su netbook recibida
del Estado, aunque les falte internet…
Cada
dos años, un helicóptero llega por 2 horas a Astica. Espera que los ciudadanos
voten y se va con la urna que trajo vacía.
Hay
una salita sanitaria y el centro de salud más cercano capaz de atender casos de
alguna complejidad está en San Juan.
Nadie
vio, nunca, llegar al helicóptero para trasladar a un enfermo grave.
Sin
embargo, conocí a un médico que nació allí hace 70 años y que está dando todo
por su tierra.
Construye
un edificio que servirá de centro educativo y de investigación en salud. En
enfermería, en radiología, en estudios genéticos hechos a las cabras y más
cosas que, seguramente, irán surgiendo.
Se
llama Mario Hidalgo. Vive en La
Plata y desde allí conduce su “sueño”. A su edad, trabaja en
la medicina: viaja a Astica sólo cuando puede.
En
la comodidad del avión, en el regreso, no dejé de pensar. Las sensaciones se
chocaron durante todo el viaje. Todavía lo hacen.
A
la conformidad de haber aportado algo se le opone el “no alcanza”.
Se
me presenta Atahualpa: “dios, por aquí, no pasó…”, y la computadora personal
sin red… Y el “morir de amor”.
Y,
por suerte y por necesidad, aparece la figura de Hidalgo… Si no… ¿Cómo seguir?
Marcela
Pastore, 31 de octubre de 2012
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